PRIMER PREMIO DE NARRATIVA:
"El doble", por Carlos Carioli (texto completo)
PRESIDENTE DEL JURADO: Dr. Roberto Ferro
INTEGRANTES DEL JURADO: Agustina María Bazterrica y Martín Di Lisio
SEGUNDO PREMIO: Federico Novak por "Uñas rotas"
TERCER PREMIO: Enrique José Decarli por "Punto de fuga (texto completo)"
El doble, por Carlos Carioli (Primer premio)
Decían que en la parrilla de la otra cuadra, ahí nomás, a media cuadra de la esquina, había un cocinero que era igual a mí, lo único que no sabían era si era pelado, por el gorro que siempre tenía, pero por todo lo demás suponían que si lo era. Una y otra vez insistían para que lo conociera, y una y otra vez me negaba.
No me negaba por nada en especial, pero ellos comenzaron a elucubrar ciertas posibilidades. Uno habló sobre la teoría del doble y sobre la función del doble en la literatura, decía que si uno ve al doble de si mismo, uno de los dos muere.
Así fueron pasando los miércoles en el taller literario y yo continuaba negándome.
Me hablaban sobre mi doble, me decían que permanecía acodado a la barra, frente a la parrilla toda la noche, que lo veían pensativo, y que a veces dudaban de si no era yo en el trabajo, después del taller.
Paralelamente a mi doble empezaron las cargadas, decían que quizás fuera yo mismo en otro lugar, que quizás, por alguna razón escondía mi trabajo y que por eso no iba a cenar con ellos los miércoles. Otros decían que tenía miedo, que era un cagón, que no iba a conocer a mi doble porque tenía miedo a morir.
En realidad yo desconocía esa teoría del doble, en primer lugar no creía en la existencia de dobles, y en segundo lugar no sabía que había teorías sobre cosas que no podría llegar a conocer porque simplemente no creía.
Al otro miércoles me volví a negar, ellos insistían para que fuera a la parrilla de la otra cuadra, ahí nomás, a media cuadra de la esquina, decían que había un cocinero que era igual a mí, pero que no sabían si era pelado, porque siempre tenía un gorro blanco, yo les dije que no, sin ninguna explicación, simplemente un ¨no, hasta el miercoles¨ y me fui caminando hacia el subte junto a dos de mis compañeros, además de taller, de subte. Bajamos las escaleras y entramos al subte.
-¿Eugenio? –le dije, así como apurado-.
-¿Vos conoces a mi doble?, el de la parrilla.
-Ahá, dijo Eugenio mirando por la ventana-.
Mariano me miraba y miraba a Eugenio, con entrecortados movimientos de cabeza.
-¿Y... es cierto lo que dicen?, que es igual a mi, ¿o es ¨parecido¨?
-Es igual a vos Carlos, una copia.
-Porqué no venís a comer el miércoles y lo conocés –dijo Eugenio entusiasmado-.
-Bueno... si, podría ir –dije como si me fuera convenciendo de a poco-.
Por supuesto que el Miércoles no solo no fui, sino que no dije nada sobre mi doble, pero cuando salíamos del taller alguien dijo -¿Vamos a comer a lo del doble?. Y otra vez la intriga, en realidad pensaba que todos se equivocaban, que en realidad ¨Ellos¨ lo veían igual a mí, pero si yo lo viera, seguramente que no me reconocería en el, quizá algún parecido medio borroneado, pero nada más, como generalmente ocurre con estas cosas.
-Dale Carlos animate y acompañanos –dijo Eugenio con voz de hambre-.
Y volví a negarme, como todos los miércoles, sin una clara razón.
Mientras viajaba en el subte pensaba: ¿y si no es mi doble? ¿si yo soy su doble? ¿quién se desdobla de quien? ¿qué es un doble?.
Cuando llegué a casa busqué la palabra ¨doble¨ en el diccionario. Dícese de lo obtenido al multiplicar por dos. Toque de difuntos. Vaso de Cerveza.
¿Toque de difuntos?, ¿que quería decir ¨Toque de difuntos¨?
Busqué ¨Toque¨ y decia: Llamamiento, indicación, advertencia. Acción de tocar una cosa. Toque de atención. Turno o vez. Cierto matiz o detalle.
Busqué difunto y decía: Muerto. No decía más nada, no había más sinónimos ni formas de decir, simplemente Muerto, nada más. Muerto.
Entonces Toque de difuntos era la mismo que Vaso de Cerveza, pensé. O un llamamiento a los difuntos a una indicación a los muertos. También era lo mismo, pensé, una advertencia a los muertos que el tocarlos. O un detalle de los muertos era lo mismo que un Turno de los muertos.
Multiplicar por dos a los difuntos es un doble, un vaso de cerveza o un toque de muertos, una advertencia, un toque de atención o un toque de vez, apenas un rozar el turno y los difuntos se tocan, entre vasos de cerveza que desdoblan la muerte, como si fuera una indicación.
Pensé en ir a la parrilla y pedir un Vaso de Cerveza, en agarrar de la mano a mi doble y mirándole los ojos decirle Toque de difuntos, le advierto porque está muerto, te multiplico por dos y sos un toque de vez que apenas roza el turno de los difuntos que se tocan entre vasos de cerveza que desdoblan la muerte como si fuera una indicación, con cierto matíz o detalle.
Me intereso la idea, la idea de ir a la parrilla, la que está ahí nomás del taller, a media cuadra de la esquina, y entrar y sentarme y pedir un vaso de cerveza, un doble, un toque de difuntos como si fuera una picada. Y mirar por la ventana.
Decidí ir el sábado, ir en forma anónima, ya que mis compañeros de taller no iban a estar, ir y caminar media cuadra desde la esquina del taller hacia la izquierda y entrar en la parrilla, sentarme en una mesa al lado de la ventana y pedir un vaso de cerveza, un doble, una advertencia a los muertos, una indicación, un detalle, un turno o un vaso de vez.
Apoyé la frente sobre el vidrio y sentí el interior del frió, no sabía que era tan delgado. Todavía no había mirado hacia la barra. Miré a los mozos que caminaban entre las mesas y a las mesas servidas entre los mozos, no había todavía muchos clientes, quizás por la hora o porque era invierno y la gente sale más en verano, pensé. Miré a los mozos que caminaban entre las mesas, quizá más tarde venga más gente y este lugar se llene, pensé. Miré a los mozos parados entre las mesas, todavía no había mirado hacia la barra, estaban parados como esperando que viniera más gente, quizás para atenderlas a todas juntas, estaban entre las mesas, detenidos, pensativos, como si estuvieran cansados de recorrer siempre el mismo laberinto sin encontrar la salida., esperaba que se acercara algún mozo para hacerle el pedido, esperaba que alguno empezara a caminar entre las mesas y me preguntara que quería comer, que se pongan en movimiento, que esquiven a las mesas de una vez por todas. Miré a los mozos parados entre las mesas, todavía no había mirado hacia la barra, los miraba a ellos vestidos de negro, con un moño negro que era muy ridículo, o quedaban muy ridículos con un moño negro en la garganta.
Agarré un pedazo de pan y lo mastiqué mientras miraba por la ventana, masticaba el pedazo de pan y mientras lo hacía el reflejo en la ventana iba tomando forma, una forma que era agujereada por los autos y las personas que caminaban por la vereda, pero se delineaba una barra y detrás una gran chimenea negra, busqué deteniendo la vista entre la barra y la parrilla y había una mancha vertical, blanca, casi inmóvil. Dije, mientras exhalaba el humo, despacio, por la boca ¨Toque de difuntos¨ y seguí mirando la ventana, pero esta vez por, a través, allá.
Algo dijo un mozo, mientras estaba allá mirando a través por la ventana. Alguien dijo, constituyendo un mozo al lado de mi mesa mientras estaba a través mirando allá por la ventana. Algo habló, dejando un mozo parado cerca de la mesa, interrumpiendo mi mirada afuera entre los autos y la noche, entre la gente y la música.
Cuando lo miré no sabía que pedir. Me acordé del diccionario y dije ¨Una cerveza¨. El mozo que estaba ahí asintió con la cabeza y se fue.
Volví a mirar por, a través, la ventana y el reflejo iba tomando forma, una forma que era agujereada por los autos y las personas que caminaban por la vereda, que pasaban a través de las mesas y de las personas que estaban sentadas, comiendo o esperando comer, y lo atravesaban todo, iban y venían entre los autos, entre la música, entre las luces.
Algo dijo un mozo mientras estaba allá mirando a través por la ventana, alguien dijo y constituyó un mozo al lado de mi mesa mientras estaba a través mirando allá por la ventana. Algo habló, dejando un mozo parado cerca de la ventana, que estaba cerca de la mesa, interrumpiéndome afuera entre los autos y la noche, entre la gente y la música.
Cuando lo miré vi que dejó una cerveza y vi que se fue.
Miré la barra, decidido, me vi mirándome verme .
Es yo mirándolo a mi que se rasca mi cabeza, que se hace señas y no le respondo, que se responde y le hago señas. Es yo mirándolo a mi que abro su boca, que ni siquiera habla, porque igual me escucha mirándolo a mi que piensa en silencio, con mis ojos prestados mirándome.
Agarro el vaso de cerveza con la mano, me pongo de pié y camino entre las mesas hacia la barra, hacia el mostrador de la parrilla, hacia el pedazo de madera que sostiene el apoyo de mis manos, y veo que nada deja de existir, que todo está entre las mesas, que me veo verme venir y lo veo mirándome y caminando hacía el mostrador de la parrilla, desde donde me veo verme venir, hacia donde me acerco y veo como apoyo las manos sobre el pedazo de madera que sostiene sus manos apuñadas, y me acomodo el gorro que se le está torciendo en mi cabeza, quizá porque debe estar pensando que es mi doble, o que soy su doble y mientras se acerco dice: Toque de difuntos, y pienso diciendo en voz alta para escucharme decirme: Vaso de cerveza, mientras dice: Es como tocar una advertencia, un turno, una vez, entonces toco una cosa, como si hiciera un toque de atención y me mira fijo mirarme, es un matiz o un detalle digo mirándolo fijo como si fuera una advertencia que el me hace en voz alta, una indicación o un llamamiento a los difuntos, y llego a la barra donde estoy esperando los ojos que miran y se acerca entre palabras en voz alta, para que me escuche decirlas y apoyo las manos sobre mis manos apuñadas, sobre el pedazo de madera que lo sostiene y me mira a los ojos que me ven e intento decirle: ¨Multiplicado por dos¨, pero el lo digo antes: ¨Multiplicado por dos¨ y le agarro los hombros mientras le pongo las manos sobre mis hombros y me veo verme mirándome, lo veo verse mirándolo y nos vemos vermenos mirándolome y dice mientras digo: Toque de difuntos, le advierto porque está muerto, te multiplico por dos y sos un toque de vez que apenas roza el turno de los difuntos que se tocan entre vasos de cerveza que desdoblan la muerte como si fuera una indicación, con cierto matíz o detalle.
Carlos Carioli nació en Morón, Provincia de Buenos Aires el 11de mayo de 1965. Es integrante del taller literario coordinado por la escritora Liliana Diaz Mindurry desde el 2004. Obtuvo los siguientes reconocimientos en narrativa y en poesía:
Mención Especial en Premio Arcano 1993, por el cuento ¨Misteriosa Atracción¨
Finalista en el Concurso de Poesía ¨Centro de Estudios Poéticos¨España 2005
Finalista en el Concurso de Poesía ¨Mis Escritos¨ 2005
Finalista en el Concurso de Poesía ¨Pasos en la Azotea¨, México 2005
Finalista en el Concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto ¨Isaac Asimov, Mexico 2006
Finalista en el Concurso de Poesía ¨Centro de Estudios Poéticos¨ España 2006
Punto de fuga, por Enrique Decarli (Tercer premio)
La casa tenía un gran ventanal a un costado de la puerta de entrada. Tras el ventanal, que parecía tragar todo el brillo del sol, había un hombre, parado, mirando hacia afuera. Vestía un traje oscuro. Llevaba anteojos oscuros. Su aspecto era impecable. Alto, estilizado. Una tenaz calvicie avanzaba sobre sus cabellos. Contaría unos setenta años muy bien llevados.
El resto de la semana continué viéndolo, siempre parado detrás del ventanal.
Comenzó a rodar el primer año desde aquel día y, según su curso, todo variaba. La gente mudaba, al menos, sus atuendos. Todo cambiaba a excepción de aquel hombre, que insistía, parado, en su imperturbable quietud.
Con el tiempo, comencé a temer. Comencé a soñar con él. Comencé a verlo en más ventanas, en otras casas, en otros barrios, en las filas de los bancos, en la oficina de correos, en el tren y en mi casa. Opté por cambiar mi camino, pero terminé volviendo al mismo. Necesitaba saber si aún estaba ahí. Necesitaba su fantasmagórica presencia, dueña de esos ojos persistentes, universales.
Un día, al pasar frente a la casa, levanté mi brazo derecho, para saludarlo. Él, instantáneamente, levantó el suyo y contestó mi saludo. Durante los días siguientes se sucedieron varios saludos. Primero se levantaba mi brazo; después, el de él.
Una tarde, gastados los saludos de rigor, crucé la calle y enfilé hacia la casa. Cuando estuve a unos metros de ella, se abrió la puerta; instantes después, estaba adentro. Inmediatamente, me invadió una extraña sensación. Aquello que desde afuera parecía una casa muy luminosa, en realidad, no lo era. En su interior reinaba una pesada penumbra. Busqué el ventanal, pero no había ninguno allí; sólo pared, ladrillos, y un desprolijo revoque. Sin presentarme, le dije al hombre:
-Yo creí que allí había una ventana.
-Y la hay –contestó.
-Pues yo no veo ninguna desde aquí.
-Bueno, mi amigo. Todo depende del lado del que se lo mire.
-Es verdad -respondí.
Abrí la puerta y salí de la casa. Una vez más encontré la ventana. Tras ella, estaba el hombre.
-Como podrá usted ver, hay una ventana -dijo él.
Inmediatamente volví a entrar. Otra vez encontré la pared.
-¡Qué infierno! –musité.
-No se engañe, Joven. Dios está detrás de todo esto.
-Diablo o Dios, me da lo mismo... Son extremos. Además, los milagros suelen ser más traumáticos que…
-La cuestión es sencilla –dijo interrumpiéndome-. Mucho más simple de lo que imagina. Pero este caso es ostensible a la realidad, y cuando lo milagroso se encarna en la realidad, entonces enloquecemos, porque nuestro primitivo saber no puede comprenderlo. Creemos que solamente existe en los cuentos, pero no es así. Por ejemplo, Borges no inventó el Aleph; él vio un Aleph; decir luego que no fuera un verdadero Aleph no fue más que intentar negar la realidad que no podía comprender. Pero, siéntese, por favor –invitó cortésmente.
Me senté. Él se sentó frente a mí y se sacó los anteojos; entonces yo cedí ante su inhumana mirada, cubierta de una nebulosa blanca. Con una voz que no era la mía, no acerté a pronunciar más que el siguiente reproche:
-Usted… es ciego
-Todo es parte de la misma historia –dijo restándole importancia a mi observación-. ¿Acaso mi ceguera es más fantástica que la pared? –agregó con tranquilidad.
Consideré justa su objeción. Ensayé la imposible tarea de serenarme, y él comenzó su relato.
-Alguna vez habrá escuchado hablar de la ley de compensación de Dios, de la naturaleza, de la vida; en fin, como quiera usted llamar al dueño del circo. Años atrás, se creía que en los umbrales del palacio de Zeus había dos toneles de dones que el Dios repartía. En uno, estaban los azares; en el otro, las suertes. Con esto quiero decir que en la vida nada está incompleto. Aunque no siempre vemos las dos caras de una historia, lo cierto es que cada historia tiene precisamente dos caras, y dos efectos diferentes. Uno en pro del bien, otro en pro del mal. No por el mal en sí mismo, sino por la universal necesidad de mantener equilibrada –digamos-, la balanza del bien y del mal. En este mundo nadie queda rengo. Todo lo que recibimos tiene un precio; lo que se nos quita, tiene siempre una compensación.
-Una mano de cal y una de arena –agregué irónicamente, recostándome sobre el respaldo del sillón.
-Una mano llena, la otra vacía –contestó con aplomo-. Quienes reciben dinero, por ejemplo, temen ser robados; quienes carecen de él, tienen la esperanza del progreso. Ejemplos similares se repiten hasta el infinito… No creerá que la muerte es el fin. También tiene su recompensa. Ya la veremos. Todo a su tiempo, que, permítame que le diga, en realidad, no es tal. El tiempo es una ilusión. Es la compensación de nuestro deterioro. La justificación de nuestros olvidos, de la desactualización (ahora llaman de mode, creo)- que autoriza el desprecio de los jóvenes que, a su vez, están privados de sabiduría. Le aclaro, el porqué de ese caprichoso estilo, es parte de otra historia que no me ha sido revelada.
-Parecería que es la parte del libreto que Dios reserva para sí –observé.
-En cuanto a la ventana -prosiguió–, es la compensación a mi ceguera. Es el punto de fuga. Hace cuarenta y tres años quedé ciego. Fue hereditario. Usted sabrá que las personas que pierden algún sentido, suelen desarrollar notablemente otros. No suplen lo perdido, pero compensan la pérdida. No se trata de reemplazar, sino de compensar. Algunos ciegos como yo agudizan su oído, o la sensibilidad de su tacto se torna milagrosa. Fíjese. Beethoven, en su momento más crítico, cuando el mundo se derrumbaba sobre él, compuso la novena sinfonía. La música le fue revelada por quien lo sumió en el silencio. Dios le dictó el argumento; de ello, no hay dudas. Esa fue su compensación, y es más, creo que la balanza se inclinó en su favor. Respecto de mi ceguera, debo confesar que no he podido compensarla con ningún otro sentido. Escucho tan bien o tan mal como usted; tal vez un poco menos por los años, y mi tacto es tan sensible como el suyo. De no ser por el punto de fuga, hoy viviría en constantes penumbras.
-¿Qué es el punto de fuga? –pregunté.
-Es el único lugar del mundo en el que se me compensa la pérdida de la vista. No es que no existan otros puntos de fuga; por cierto, hay muchos. Lo que quiero decir, es que es el único punto diseñado para mí. Diseñado por las mismas manos que oscurecieron mi vida. A nadie servirá mi punto de fuga, y ningún otro punto me servirá a mí. Detrás de la ventana, veo el mundo tal cual lo ve usted. Como todo, el punto de fuga tiene sus límites; pero detrás del vidrio, y hasta donde mi vista alcanza, las imágenes del mundo son todas mías, tan reales y absolutas como las sombras que lo circundan. Por esa visible razón –dijo sonriendo-, es que suelo estar detrás de la ventana. Como le expliqué, la ventana es para mí y para nadie más. Por ello desde adentro usted ve una pared. La ventana, que no es tal, sino mucho más que eso, está vedada a sus ojos y a cualesquiera otros ojos.
-Todo se resume en lo mismo, la compensación –reflexioné.
-Usted ve a través de sus ojos; yo, a través de la ventana. Pero usted no puede ver la ventana, y yo nunca he visto la pared que usted asegura ver. Pero le creo; así funcionan los puntos de fuga.
Quedamos en silencio unos minutos. Yo reflexionando sobre el punto de fuga, deseando conocer uno; el ciego, mirando a través de la ventana. Luego me dijo que ni siquiera con su tacto podía palpar los ladrillos, pues, para él, efectivamente, había una ventana: si apoyaba sus manos en ella, sentía el frío del vidrio. Tras ese comentario, inmediatamente urdí mi plan para huir decorosamente de allí. Fingiendo un aplomo que ciertamente no sentía, y alegando una excusa que ya no recuerdo, le propuse encontrarnos al día siguiente.
-No –fue su contestación. Volvió su mirada hacia mí, y dijo:
-Un último detalle me resta referir. Desde el día que enceguecí lo estuve esperando. Sabía que sería usted quien me liberaría. Así me fue revelado. Cuarenta y tres años lo esperé. Usted no había nacido, pero ya era mi salvador; de la misma manera que yo redimí a otro. Nunca conté la historia a nadie. Me estaba vedado; sólo el sucesor podía saberlo.
Mientras escuchaba en silencio aquellas confesiones, sus ojos blancos comenzaron a tomar una profunda coloración marrón.
-Para liberarme –continuó-, debía contárselo con todos los detalles. Usted enceguecerá. A partir de este momento, enceguecerá. Mañana el mundo será una inmensa sombra. En compensación, le será revelado un punto de fuga. No sé cuál será, pero le aseguro que lo necesitará para encontrar a su heredero.
Horrorizado, me levanté del sillón. A través de la pared, quise gritar pidiendo auxilio, pero la voz se ahogó en mi garganta como en un sueño. Mis gritos se multiplicaron en gestos inútiles. Mi vista comenzó a nublarse. Las imágenes se distorsionaron. Tomé al hombre del cuello. Lo arrastré y lo golpeé contra la pared.
-¡Maldito!, ¿por qué? -vociferé o acaso imaginé.
Débil, sin equilibrio, caí al suelo. Golpeé mi cabeza contra la pared. Destrocé mis nudillos en ella mientras todo oscurecía. Con los últimos esbozos de luz vi mi sangre chorrear por el desprolijo revoque. El hombre escapó de mis brazos y prosiguió su relato. Yo, en penumbras, escuchaba:
-Transmitida la revelación, cumplido por fin el destino, ya puedo verlo. Créame… me apena terriblemente. Y justamente usted me pregunta por qué; ¡justamente usted me pregunta el por qué de este caprichoso estilo! ¿No le he dicho ya que no me fue revelado? Ahora, que también puedo ver la pared, permítame que lo reconozca. ¡Cuánta razón tenía usted! Le dije, Decarli. Se lo dije; fue hereditario.
Dicho esto, partió. Yo quedé tirado en el mismo lugar; si es que un mundo que había cerrado por completo sus ojos ante mí, podía ser considerado el mismo lugar.
Enrique José Decarli tiene 33 años, cursó sus estudios de abogacía en la Universidad de Belgrano y de piano en el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Es actor del Centro Cultural Adrogué. Como escritor ha sido reconocido con los siguientes premios literarios y menciones: 3er. Premio del concurso literario “Los juegos florales de City Bell”, organizado por el Taller literario Horacio Ponce de León, City Bell, provincia de Buenos Aires 2006. Finalista del Primer Concurso Literario Vademécum. España 2006. 3er. Premio en el III Concurso Macedonio Fernández de Narrativa y poesía Círculo Médico de Lomas de Zamora. Lomas de Zamora. Provincia de Buenos Aires. República Argentina 2006. Finalista del Primer Concurso Internacional de Minicuentos “El dinosaurio 2006”. Ciudad de La Habana. Cuba feb. 2007.
Menciones
El camino de Tzun-ki, por Isabel Permuy
El discípulo ofreció su renuncia joven, palpitante. De sólo pensar en la suave y blanca piel prohibida perdía la estabilidad de su postura contemplativa. Cerraba los ojos, pero la nariz se impregnaba más allá de su control con el perfume fresco de aquella presencia menuda y flexible como un junco.
"Díselo al maestro", los compañeros menos avanzados que él suponían que la lucha interna de Tzun-ki se zanjaría con una orden del sabio.
Pasaron muchos días de silencio para Tzun-ki, de fuertes pruebas y continua ascesis. Ayunó. Se venció.
Se alegró de vencerse y volvió a realizar penitencias, avergonzado de su naciente orgullo.
"Le hablaré al maestro cuando lo haya vencido por completo". Y entonces seguía soportando el fresco perfume sin volverse, seguía oyendo el susurro de un rezo. Los ojos se pueden cerrar pero los oídos no tienen cerrojos. Y el susurro del rezo era blanco y suave como una piel.
En los momentos más insoportables, cuando el deseo era tortura infinita, sólo lo sostenía su condición de discípulo elegido, sin mancha frente al venerado monje.
Y por esta razón no pidió que le facilitaran su progreso. "Pídele al maestro, Tzun-ki. Que te separe de ella."
Tontos. Eso era fácil. Pero ¿cuál sería su mérito?. Y ¿por qué debería él interponer su interés en el camino de la chica?.¿Por qué, con su egoísmo, impedir que ella también fuera santificada por el anciano?.
Pasaron muchos días más. El viento silbaba entre las cañas de bambú que rodeaban el monasterio. Tzun-ki ayunaba, rezaba su rosario, cerraba ojos y labios para no ver ni hablar, para no ceder, para no tener que implorar al santo maestro una comprensión que éste no dudaría en otorgarle, aún sin ser merecida. Comprensión que provendría de un corazón piadoso y perfecto para con un débil aprendiz, fracaso de futuro monje.
"Sólo le hablaré cuando lo haya vencido."
Pasó entonces mucho tiempo, muchísimo tiempo para Tzun-ki con los ojos cerrados, con los labios mudos, con los dedos quietos, la nariz alerta.
El viento se fue calmando y dejó de agitar las varas de bambú. Los ciruelos florecieron, dieron fruto y entregaron sus hojas al camino.
El fresco perfume de la presencia menuda como un junco se fue alejando y, un día, ya no estuvo.
Tzun-ki, entonces, abrió los ojos y miró lo que del mundo había permanecido para él. Un inmenso vacío se extendía impregnando el bosque, el monasterio, el cuenco del arroz.
"Pregúntale al maestro" sus mundanos compañeros suponían que la paz que anhelaba Tzun-ki vendría con una respuesta.
"Sólo preguntaré cuando ya no me importe." Y así sus labios cerrados cancelaron todos los senderos de la búsqueda.
Rezó, ayunó, se dedicó a sus menesteres con ahínco. Cuando llegó el momento cuidó a su viejo maestro sin preguntas, sin orgullo, sin deseo.
Los ciruelos se secaron y sirvieron para leños.
El anciano monje, al morir, dijo a Tzun-ki:- " Hay alegría en el pez del arroyo, hay eternidad en el fragante perfume que roza tu existencia. Hay algo mejor que renunciar. Elige."
A Tzun-ki ya no le importaba. Despegó sus labios para preguntar. Pero su maestro había muerto.
Pasaron muchos años y Tzun-ki envejeció. Ya no ayunaba. Miraba con paz en su corazón el florecer y crepitar de los ciruelos.
Una tarde, el viento que agitaba las cañas de bambú le trajo un olor fresco, menudo, inevitable. Cerró los ojos. Supo que había regresado.
La vió abrazando la tumba del anciano. Los oídos del monje, habituados a los susurros del silencio la oyeron sollozar: "Amor mío, a pesar del tiempo que ha pasado, no puedo olvidar el fuego de tu aliento."
Tzun-ki no hizo nada para cercenar el grito salvaje que subió hasta su garganta.
Por los equivocados senderos solitarios el silencio se deshizo y desgarró el horizonte.
Isabel Permuy nació en Buenos Aires en 1958.
Es farmacéutica egresada de la UBA. Ejerce su profesión desde 1982.
En 2004 comenzó a estudiar Filosofía en la UBA y actualmente es alumna regular de esa carrera. Es miembro titular de la Asociación de Filosofía Latinoamericana.
Escribe poemas, relatos, ensayos y es autora de una novela inédita.
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